Son las cuatro en punto. Espero hasta ese preciso momento para salir de casa, cerrando la puerta tras de mí. Bajo a pie las escaleras dos pisos, llevando mi maleta en la mano. Desde el portal, la calle se anticipa tranquila. Una vez fuera, la madrugada templada termina por conformar los requisitos de un paseo agradable. Y espero unos segundos tranquilamente hasta que la puerta termina por cerrarse con un sonido mecánico.
Durante esos segundos de espera continuo con mi maleta en mano, en un estado expectante, como preparándome para un largo viaje, aunque no serán mas de unos pocos días. Y comienzo a caminar.
Lugares comunes durante el día adquieren a esta hora elementos novedosos, que automáticamente archivo para rememorarlos llegado el momento. Según avanzo constato una ciudad tranquila, aunque tras unos minutos andando mi mente incorpora a modo de banda sonora, los versos de Maldita Ciudad.
Cuando llego a la esquina de la Calle de la Estación, el sonido de un reloj invisible da comienzo a un tiempo, que hasta ese momento parecía congelado. Y así, me cruzo con dos hombres, de aspecto elegante, que portan maletines. Conversan animadamente en francés, sin aparentar la somnolencia de los que madrugan. Según continuo, en dirección a la estación central, los sonidos de sus pasos se desvanecen y vuelvo a tener la sensación de caminar solo.
Dos figuras recogidas en un banco se sobrecogen al oír mis pasos y tras un breve acomodo, continúan abrazados como si estuvieran durmiendo en el salón de su casa. Unos metros más adelante, el suelo aparece iluminado por la luz amarilla de las farolas y las hojas caídas que comienzan a cubrirlo todo dibujan un puzle incompleto y reluciente. Según avance el otoño, se completarán las piezas restantes cuando el frio se acentúe.
Inevitablemente me acerco al centro y los sonidos humanizan una ciudad que hasta ese momento parecía solo mía.
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